“Señores, yo creía que ustedes se habían dado
cuenta de que la peste de mi novela no era
otra cosa que una metáfora del fascismo.”
Albert Camus
No hace mucho tiempo, y transcurrido casi un año a la emergencia
de un estado de cosas que conmoviera con sentido global a la
población del planeta, por lo general distraída en el ruido y la
polución de la tecnología, el progreso y la llamada inteligencia
artificial, pude escuchar la conferencia por video del Dr. en Filosofía
Jorge Lovisolo, Profesor Emérito de la Universidad Nacional de
Salta. En la misma, titulada “Hipótesis y Conjetura”, abordaba el
fenómeno de la peste y el estado general de conmoción que
provocara, introduciendo un concepto por demás interesante: el
de Catástrofe planificada, si bien situaba al mismo en el contexto de
la Conjetura.
Mencionaba como elementos históricos y coyunturales que
abonaban dicha conjetura, a discursos y procedimientos previos y
preterestablecidos de instituciones relacionadas al Fondo Monetario
(cuyas autoridades expresaron abierta y públicamente que el
equilibrio del planeta estaba amenazado “porque hay muchos que
viven demasiado”), a la Universidad Johns Hopkins (que dos meses
antes del estallido de la llamada pandemia realizara simulacros de
guerra biológica para el Evento 201, en cuyas vísperas Bill Gates
anunciara que de eso se tratarían las guerras futuras que asolarían al
planeta), a la programación predictiva (en films del tipo Epidemia,
12 Monos y Contagio) y a la misma Organización Mundial de la
Salud, que es el alma máter de la proliferación de una semántica del
terror repetida a rajatabla por las burocracias estatales en pos de un
nuevo orden mundial.
Un punto de vista verdaderamente interesante que exigiría una
profundización más tenaz, más inclemente tal vez, para estar a la
altura de los hechos y las mitologías que de esta amenaza se
desprenden. Toda guerra se basa en el engaño, decía Sun Tzu. Y en
particular la que se libra contra enemigos sin rostro, en los planos
invisibles del inconsciente. Allí el hombre forja las armas sagradas,
que son el antídoto contra todos los ardides. Verbigracia, los
anteojos de John Carpenter y la fórmula de Bjornsen, que nos legara
ese genial escritor y piloto inglés que fue Erik Frank Russell, la cual
brinda a los incrédulos un mayor rango del espectro
electromagnético en las frecuencias más bajas y nos revela que “más
allá de la barrera siniestra de nuestras limitaciones visuales, se
encuentran nuestros malévolos y poderosos señores y amos, ¡las
criaturas que realmente dominan la Tierra!”
Sin embargo, y por lo pronto, subrayamos la importancia de realizar
una lectura semántica respecto de la coherencia del discurso que
rodea a esta amenaza espectral que sin duda, y sospechosamente,
tiene buena prensa. Porque este animal microscópico al que ningún
científico aún le pudo ver la cara, tiene indudablemente un cuerpo
biológico y un cuerpo espectral o mitológico. Del primero se sabe
que es una variación de otras gripes cuyos antepasados fueron
gestados por ingeniería genética en los más nobles e insospechados
laboratorios, y con fondos de otras tantas fundaciones entre las que
sobresale la de Bill & Melinda Gates. Eso es todo, a más que el foco
de esta catástrofe se origina sin duda alguna en los laboratorios
militares de Wuhan. Por lo que podemos ver que este nuevo
Frankenstein es posterior a la guerra fría, ya que reconoce en sus
progenitores en los dos gigantes que durante más de medio siglo, y
de modo rimbombante, supieron protagonizarla.
Y mencionamos al Monstruo, justamente porque el segundo cuerpo
de este aterrador insecto, el mitológico, está constituido a su vez por
otros dos segmentos, el espectral propiamente dicho, que tiene una
indudable resonancia en el Inconsciente colectivo, y el Escolástico
totalitario, y de sesgo Chamánico, que consiste en el discurso
hegemónico de las instituciones estatales, en un universo cultural
donde, como lo propone Mac Luhan, los comentaristas de la
televisión y los políticos han suplantado a los científicos, a los
artistas y los brujos.
Es en el segmento de lo espectral, de lo siniestro, adonde nos
encontramos con Frankenstein, el mito de Prometeo encadenado, el
Moderno Prometeo que tan brillantemente nos prefigurara Mary
Shelley. Y que nos remite a su inmediato antepasado, que
emergiendo de las aterradas aldeas de los Balcanes asoma su aliento
pútrido sobre la naciente sociedad industrial de Londres, el Conde
Drácula de Bram Stoker. Los mayores terrores de la humanidad
vienen del tigre dientes de sable, y de las alimañas que amenazaban
a la cría, en el Pleistoceno tardío. Y desde la aldea del medioevo, el
vampirismo y la licantropía. Siguiendo esa filogenética irreductible
nos encontramos con la Peste Negra, durante la cual el gran
Giovanni Bocaccio escribiera El Decamerón en Florencia. Y más
profundo todavía con todas las pestes Bíblicas atribuidas
originariamente al castigo divino, incluyendo la plaga de langostas
y la confusión de lenguas en los pueblos que construían la Torre de
Babel. Todo eso está en el imaginario social, en el inconsciente de
una humanidad simbólica adonde más tarde o más temprano la
cultura, que es bastón, se hace genética. Y viceversa.
Del segundo segmento, el discurso hegemónico de las grandes
corporaciones, debemos decir que presenta varios agujeros negros
(contradicciones internas) desde el punto de vista de la lógica. El
primero es que en el discurso oficial sobre la peste, un mandatario
argentino comunicara a sus súbditos la presencia de un enemigo
invisible. A los muy pocos días su homónimo francés repetía a
rajatabla el concepto y la visión de su colega subandino. Lo que
constituye en sí una paradoja. Pues en el sistema jerárquico
propuesto por la supremacía de las naciones, es lógico que el líder
de un país bananero copie el discurso y las formas de una sociedad
industrial desarrollada. No a la inversa, lo que denota que el
discurso está prefigurado. A los pocos días, varios líderes europeos
y asiáticos repitieron textualmente aquél discurso original sobre la
peste.
Por tal cuestión y en ese orden, el cónclave de científicos, CEOs y
políticos que pululan entre Wuhan, la OMS, la Universidad Johns
Hopkins y la Fundación Bill & Melinda Gates, proponen como
medida para enfrentar y detener a un enemigo tan mórbido y global
como invisible, los métodos de la mordaza y de Pilatos: barbijo y
lavado de manos. A lo que le suman lo que denominan aislamiento
social obligatorio. ¿De dónde sacan (y en base a qué experiencia) esa
caja de primeros auxilios escolar, imberbe y protozoaria?
Parecen ignorar lo que el fisiólogo Walter Cannon, el fundador de la
antropología Levi Strauss y su discípulo Franz Boas nos enseñaron
de sus investigaciones sobre el Vudú en los pueblos indigentes del
Caribe: que el aislamiento social genera en el individuo mecanismos de
autodestrucción biológica que en quince días lo llevan a la muerte. Pero
claro, en el discurso de estos hechiceros posmodernos se nota el
silencio absoluto de las ciencias humanas, que parecen haber
desertado de esta coalición para el salvataje de la humanidad ya
hace rato desquiciada.
Imaginemos a un anciano en una residencia de retiro, ya de por sí
inmunodeprimido: espera todos los días el fin de semana en que un
nieto o un pariente lo visite con dulces o recuerdos lejanos. Y de
pronto se acaba el mundo de allá afuera. Un terrible cataclismo le
comunica por las pantallas del geriátrico que ya nadie va a venir a
verlo, a recordarlo. En ese sentido el individuo, en la exclusión final,
es, ni más ni menos, como un castillo sometido a sitio y exterminio:
podríamos denominarlo el Síndrome del Castillo Sitiado. El Vudú
en su expresión global tiene un solo camino, una sola línea de fuga,
y es el de la muerte.
En el mismo sentido me atrevería a afirmar que el mejor antídoto
contra un enemigo invisible no es otro que el amigo invisible. O tal como
lo propuso Giovanni Bocaccio, cuando observó que la Peste se
llevaba a los más angustiados, a los afligidos, a los espíritus
solemnes y los religiosos, y que había que salvar a aquella Europa
del pesimismo cultural que la asolaba. Excelente observación, ya
que en la mecánica y en la dinámica de la peste siempre se
encuentra el bastón genético de la culpa. Y propone que el antídoto
está en el buen humor, en la libación y en el paisaje de la fiesta, en
la música y en el arte. En las doncellas y en las mandolinas, que
puso en manos de sus cuentistas en los extramuros de una Florencia
sitiada por la peste negra. Probablemente el carnaval encuentre su
origen histórico en un exorcismo social y colectivo contra la peste y
el miasma, cuadro social idéntico al actual y felizmente retratado
por Topor en El síndrome de Hamburgo, película franco-germana
de finales de los 70, cuando Ulrike baila con una calavera en el
espacio liminal de la cuarentena y antesala de la muerte. Pero aquel
beso la salva, la devuelve al mundo de los vivos. El mismo sentido
se encuentra en el Pim Pim, entre las tribus originarias del Norte
argentino.
Imaginemos a un habitante de las favelas de Río de Janeiro, que trae
en sí ya la maldición de una infancia desnutrida, el estigma en el
color de la piel y una inefable sujeción a la pobreza: de pronto no
puede vender su cesta de juncos o sus muñequitos móviles en la
avenida, ni su miseria de coco a los viandantes de la playa. Es como
repetir en vano las palabras de Job, “Lo que más temía, eso ha
sucedido”. Y todo eso sin mencionar siquiera la existencia
comprobada de los virus intrahospitalarios, inmunoresistentes, que
pululan en la población hospitalaria.
El miedo, por sobre todas las cosas, mata. La angustia y el estrés
sostenido matan. El desamor y la tristeza también matan. Se muere
por mucho menos: por ignorancia, por ejemplo.
Si la narrativa de esta siniestra realidad fuera consistente, lo primero
que deberían haber hecho es dispersar a la población de las casas de
retiro, ponerlos a salvo con sus familiares al costo que fuera, ya que
tanto afirman que constituyen la población de riesgo. Pero no es así,
dado que el sentido final de esta inmensa operatoria Vudú apunta
justamente a eliminar a los ancianos del planeta tierra. No solo a los
ancianos, a los marginales y a los improductivos que mueven la
economía informal, que es la que no devenga impuestos. En
contrapartida me atrevería a considerar que los pueblos que no
respetan a sus antepasados no se respetan a sí mismos, y en ese
sentido no merecen permanecer en el planeta tierra.
Volviendo a mi país y a las contradicciones del discurso oficial, el
gobierno argentino aún no ha explicado por qué no aumentaron
exponencialmente las muertes quince días después del velatorio del
astro Maradona en Casa Rosada y con asistencia presidencial, donde
dos millones de súbditos, muchos alcoholizados y bajo el efecto de
las drogas, se amontonaron como moscas sobre los despojos de una
vaca sagrada. Tampoco aumentaron a las dos semanas de que una
multitud atiborrada festejara en los bordes de la histeria la
promulgación de la ley del aborto. Como si el bicho emblemático de
la OMS no se atreviera a atravesar situaciones sagradas, o como se
dice en el vernáculo Western, no se animara a internarse en territorio
comanche.
Si se despojara a este animal apocalíptico de su vestidura espectral o
de su investidura semántica, quedaría como un general despojado
de su uniforme, de las condecoraciones y las charreteras, de la
botonera misilística y sus agentes de seguridad. Entonces, en
calzoncillos de frisa invernal, no sería otra cosa que un vulgar
pingajo de lo humano, una basurita astral, una gripe cualunque en
el universo de lo microbiano. Despojado de la coreografía del terror
se tendría que volver cabizbajo a sus cuarteles de invierno de Davos,
o al mercado de Wuhan, en su defecto, a la Hopkins o las cuevas
financieras del Banco Mundial. A moverle la cola a su Dr.
Frankenstein para que les dé su porción de polvo de ángel, cocaína
para los no iniciados, porque esa es la dieta y el caldo de cultivo de
la que salieron, en el palacio de las fantasías de Poder y el progreso
ilimitado.
Hay gente que no aprende, que no aprendieron de Vietnam, de
Afganistán, de Chernóbil. Que abrieron una puerta del infierno sin
saber cerrarla y que nos proponen en contraprestación, y como
salvataje, el Planeta de los Simios.
Ignoran que el Inconsciente colectivo y el imaginario social, que
aunque parezcan no vienen a ser lo mismo, si bien comparten
territorio sanguíneo, tienen su abreacción. Que el maquinismo
deseante del inconsciente es tanto o más poderoso que el
maquinismo social con el que pretenden aherrojarlo, sin derramar
una sola gota de sangre, igual que Shylock. Y como ayer aquel
ilustre veneciano, los grandes Moctezumas de Davos y Ginebra hoy
podrían perderlo todo, también la salud. Tantas son las cosas que
pueden ocurrir entre la megalomanía y pasado mañana.
Por lo que se supone que estos hechiceros de la ingeniería social,
más temprano que tarde, van a empezar a alucinar con las ratas,
cucarachas y serpientes venenosas pululando por sus alfombras de
licra, por sus pisos y paredes de Durlok y de estuco. Y todo por no
haber entendido a Camus ni al maestro Lovecraft. Puede que las
ratas de la peste lleven kipá, sotana, o casco del ejército imperial
chino. O que según la navaja de Ockham debamos preferir las
explicaciones simples a las complejas, y que aquellas ratas sean
invisibles. Pero sea como fuere, seguirán siendo una metáfora
inconclusa del fascismo. Los eunucos del poder van a comenzar
a proyectar su propia sombra, jungianamente hablando, o a vomitar el
almuerzo, en el lenguaje de los simples. Pues, aparte del vacío
existencial, tienen la cabeza llena de alimañas.
Licenciado Juan Ahuerma Salazar
Psicólogo, Universidad Nacional de Córdoba
Otoño del año 2021 del Señor