La (in)justicia patriarcal y clasista en Salta | Juicio a Yolanda: si no hay absolución, que no haya cárcel

La semana próxima inicia el juicio contra la mujer que perdió a sus dos hijos al incendiarse por un sobrecalentamiento eléctrico la casa donde vivían. Toda la investigación estuvo signada por sesgos patriarcales y aporofóbicos, pero aún hay expectativas de que por absolución o por “pena natural”, la imputada no termine entre rejas. (Franco David Hessling)

Gritos por doquier. Conmoción. Pequeños trotes cortos, la mayoría actúa sin entender qué ocurre, pero la vorágine hace que nadie esté quieto. Más gritos. Ruidos de las cosas con las que se van topando mientras se mueven sin sentido, como electrones despistados que no saben dónde quedó el núcleo. Sobra espacio en la casa del barrio privado Nueva Esperanza, en San Lorenzo, pero hay clima de caos. Los movimientos y los sonidos parecen seguir un mismo patrón, van en aumento y, en rigor, también crece la incertidumbre. Un alarido irrumpe y todos quedan inertes alrededor de la madre, una madre que rompe en llanto y confirma lo peor. Las niñas se ahogaron en la piscina.

Perder a los padres es quedarse huérfano, pero la muerte de hijos no tiene nombre. No hay palabra en español que describa esa clase de pérdida. El vacío insondable de lo inimaginable, de lo que, en principio, es contrario al ciclo natural de los acontecimientos biológicos humanos. Los hijos mueren, suelen morir, después que los padres.

Es difícil empatizar con ese tipo de tristezas intransferibles, y también es complicado negar que se trata de una especie de pena sui generis, que no se puede comparar con ninguna otra. Las hermanitas Uriburu fallecieron ahogadas en Salta en diciembre de 2015 y rápidamente causaron una conmoción social que se replicó en medios y esquelas, donde se reflejaron condolencias incluso de la dirigencia política, como el mismísimo gobernador Gustavo Ruberto Sáenz, por entonces flamante intendente de la ciudad capitalina.

Los padres, aquella madre y ese padre, no sufrieron escarnio ni sospechas acerca de sus cualidades como tutores, protectores, cuidadores, criadores. Ningún fiscal actuó de oficio para indagar y buscar culpables, ya suficiente habían padecido esos padres con semejante suplicio. Públicamente, los Uriburu recibieron la debida contención ante semejante pérdida que enlutaba sus vidas para siempre. La empatía fue mecánica, a nadie se le ocurrió responsabilizarlos por lo ocurrido: acababan de perder a sus dos hijas.

Las comparaciones a veces son odiosas y desafortunadas, pero también pueden ser esclarecedoras.

Los gritos de Yolanda Vargas fueron tan estruendosos que el expediente de la causa en su contra los subraya varias veces, citando las voces de distintos testigos. Homólogos a los alaridos de dolor que sacaron a todos de la incertidumbre en la morada de los Uriburu. Cuando llegó de vuelta a su casa, alertada ya del incendio, Vargas montaba en una desesperación con la que también cuesta una empatía plena, aunque es sencilla una mínima comprensión. Estaba inquieta por rescatar a sus hijos, por intentar salvarlos, se rehusaba a la resignación frente a lo implacable. Melanie y Thiago, de 6 y 4 años respectivamente, estaban calcinados, ya enteramente carcomidos por las flamas.

La vida, en tanto que condición vital biológica, valgan las tautologías, es tan efímera que no hay márgenes de error. A veces, cuando una cierta decisión se vuelve una desgracia ya no hay nada que hacer ni hay remedio posible. Ocurre con situaciones viales, ocurre con actividades extremas, ocurre también con devenires cotidianos. Las resurrecciones suceden sólo en las viñetas de los mangas, en los fotogramas de las películas y series y en los versículos más citados de la Biblia cristiana.

Yolanda Vargas había salido temprano de la casa donde vivía, que pertenecía a su suegra de entonces, en el barrio Las Palmeras de Colonia Santa Rosa. Era parte de una rutina que hasta poco tiempo antes no requería de medidas de fuerza mayor como dejar a sus hijos encerrados para que no andasen callejeando hasta que ella volviera. Era 9 de febrero de 2021 y, aunque garuaba, la casilla de madera con instalaciones precarias a los servicios domiciliarios básicos dio lugar a un incendio a causa de un sobrecalentamiento del circuito eléctrico. La casa era prefabricada con algunas paredes de durlock, con techo de chapa zinc y tergopol, piso de cemento fratachado, instalación eléctrica monofásica y con un único baño que se encontraba afuera de la casa.

No hubo esquelas gubernamentales en los diarios ni condolencias públicas para Vargas. El primer reflejo judicial fue poner en el foco de las controversias las cualidades de Yolanda como madre responsable de las tareas de cuidado con sus hijos. Así, las primeras fojas del expediente se llenaron de tinta sobre declaraciones que la policía y los representantes de la Fiscalía Penal de Graves Atentados contra las Personas (GAP) de Orán levantaron a las pocas horas del hecho. Se hacía hincapié en que ella había trabajado ofreciendo servicios sexuales y que supuestamente dejaba solos y encerrados a los chicos muy a menudo. También se dejaba por sentado que pocas semanas antes su pareja y concubino había sido denunciado por el padre biológico de Melanie y Thiago, acusándolo de violencia contra los niños. Se le había impuesto una perimetral pocos días antes y por eso, aunque vivían en la casa de su madre -suegra de Yolanda-, él se había marchado y en la vivienda habían quedado sólo Yolanda, los chicos y su hermano -cuñado de Vargas- con su esposa.

Desde que su pareja de entonces tenía restricción perimetral, para organizarse con las obligaciones, el cuidado y la manutención, la mayoría de los días en los que Yolanda salía a hacer compras, diagramar el trabajo -vendía sándwiches por las noches- y completar diligencias, la esposa de su cuñado se quedaba con los chicos. Pero cuando ella no estaba, debían quedarse solos. Más por resguardo que como medida de castigo, Yolanda los dejaba encerrados en la pieza que ocupaba la familia, precisamente donde se originó el foco ígneo.

Se ordenó su detención cuando habían pasado sólo unas horas desde aquellos alaridos indescriptibles al enterarse que sus hijos habían sido calcinados. La fiscalía penal GAP aducía que había peligro de fuga y de entorpecimiento de la investigación y se opuso con una apelación a la decisión posterior -de principios de marzo de 2021- de que Yolanda recuperase la libertad mientras se investigaran las sospechas. Esa apelación fue desechada por un Tribunal de Impugnación y por eso Vargas siguió en libertad, aunque continuó imputada.

El padre de los niños calcinados, Elías Daniel Tarifa, que había denunciado a la pareja de entonces de Yolanda, razón por la cual él no estaba por esos días en el hogar, admitió tiempo después que incumplía con la ya pautada cuota alimentaria, y que tampoco era estricto con el régimen de visitas. También se supo que cuando había terminado su relación de pareja con Yolanda, la abandonó no sólo con los hijos que tenían en común, Melanie y Thiago, sino también con sus otros 4 hijos mayores. Yolanda se hizo cargo de los 6 menores hasta que él tuvo la deferencia de reaparecer.

Sin embargo, la fiscal penal de GAP, Claudia M. C. Carreras, se apresuró a etiquetar el hecho como acusación exclusivamente contra Vargas por “abandono de persona seguido de muerte agravado por el vínculo”. Con el transcurso de la investigación muchos de los primeros testimonios se abjuraron y hasta hubo líneas de investigación que no fueron abordadas, por ejemplo, la responsabilidad política que les cabe a los funcionarios encargados del área de hábitat y obras públicas con respecto al control y resguardo de aquellas viviendas precarias con instalaciones eléctricas inseguras. Téngase en cuenta que el derecho a la vida y vivienda adecuadas es un derecho humano reconocido ya en la Declaración Universal de 1948, dentro del cual puede considerarse el derecho a la energía, es decir, al goce domiciliario de una energía limpia, segura y asequible como condición para la vida digna.

Durante el proceso judicial de investigación, el magistrado de Garantías que intervino, Francisco Oyarzú, rechazó la figura penal que la fiscal le endilgaba a la madre y propuso que el caso fuera tomado como “homicidio culposo” -donde no hay intención, no hay dolo-. Sin embargo, y ya con toda la evidencia sobre el asunto -incluso retractaciones testimoniales y peritajes psicológicos y socioambientales contrarios a la hipótesis de la madre abandónica y desinteresada-, la fiscal Carreras, al pedir la elevación a juicio en marzo de 2023, insistió con la carátula penal con la que había iniciado su acusación y que podría significarle a Vargas una condena de 20 años de prisión. La misma tesitura tuvo quien la relevó como fiscal penal de GAP en el caso, María Soledad Filtrín Cuezzo.

El juicio contra Yolanda empieza la semana próxima en sede judicial de Orán y, como se ha dicho, se la imputa por abandono de persona seguido de muerte y agravado por el vínculo, tras el hecho en el que murieron sus dos hijos, Melanie y Thiago. Tal como ha ocurrido hasta el momento, se anticipa que el sesgo de criminalización tenga más lugar que la empatía. Casi no hay esperanzas de que se haga efectivamente justicia, puesto que no hay verdaderos responsables que hayan sido acusados, imputados o cuanto menos investigados. La mirada patriarcal combinada con la aporofobia le dispensaron a Vargas un trato antagónico del que recibió la mamá de las niñas Uriburu. Sin embargo, todavía quedan expectativas de que la magistratura haga algo cercano a la justicia y con el tino obvio hasta para el más chabacano de los sentidos comunes opte por asumir que la “pena natural” a la que ya fue sometida Vargas, quien perdió sus hijos, sea suficiente castigo. Si no hay absolución, que sería lo realmente justo, al menos que no haya condena carcelaria.

Fuente: Cuarto

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