Pocas palabras son tan usadas… ¿Pero de dónde vienen estos términos? Veamos…
En la guerra de independencia, los gauchos eran muy numerosos en las filas del Ejército. Enfrente a ellos tenían a los realistas, hombres disciplinados en las mejores academias militares, uno de los ejércitos con más poder de esa época. Nuestros gauchos andaban en calzoncillos (también conocidos como chiripá), y botas de potro que dejaban los dedos de los pies al descubierto. No solo tenían una desventajosa vestimenta, sino armas inferiores: pelotas (piedras grandes con surcos para atarlas a un tiento), boleadoras (más pequeñas) y facones. A diferencia de los realistas, casi no tenían armas de fuego (tal vez algún trabuco naranjero o antiguas armas largas heredadas).
Los gauchos tenían una primitiva pero eficaz estrategia de combate. Se formaban en tres filas: la primera compuesta por los “pelotudos”, la segunda compuesta por lanceros (armados de cañas de tacuara y facones), y la tercera por los boludos (armados de boleadoras). Cuando la caballería española cargaba contra ellos, los pelotudos le pegaban con la pelota descripta al cuello o al pecho del animal haciendo caer al jinete. Luego los lanceros atacaban a los caídos con sus armas blancas hasta darles muerte.
Podemos inferir entonces que la primera acepción de “Pelotudo” era “valiente, corajudo, aguerrido” ¿Cómo se convirtió en un insulto? Hacia 1890, durante el Gobierno de Miguel Juárez Celman y en pleno conflicto contra los “cívicos” de Leandro N. Alem durante la llamada “Revolución del Parque”, un diputado de la Nación dijo en un discurso “yo no voy a ser ningún pelotudo”, haciendo referencia a que no iba a estar en primera línea para defender a Celman, ya que no es inteligente ir al frente sin estrategia o sin evaluar las consecuencias. A partir de los dichos, se empezó a utilizar para hacer referencia a personas con pocas luces o que obran como si no las tuviesen. “Boludo”, fue una consecuencia, sumándose al dialecto popular como sinónimo de “pelotudo”. Y actualmente es un “Shifter del lenguaje”, es decir, una palabra con tantas acepciones que ya no tiene ninguna, pudiendo ser un insulto, un saludo, un elogio, o un latiguillo.