Conocido como don Juan “Panadero” Riera, vivió en Salta donde se destacó por tener un gran sentido de la solidaridad. Una zamba de Castilla y Leguizamón, cuenta como Riera dejaba la puerta abierta para que la gente tomara el pan que necesitaba.
Don Juan Riera (Juan Panadero) nació en el 16 de enero de 1894 en Ibiza, España, y llegó a la Argentina en 1914, instalándose primero en Tucumán, donde fue vendedor callejero de masas.
Una publicidad lo convenció de irse a trabajar a Salta, como carpintero en la extensión ferroviaria a Socompa, aunque sin abandonar el oficio de panadero. Su militancia anarquista y su empeño en sindicalizar a los obreros le costaron su trabajo en el ferrocarril, pero en Salta forjó su leyenda personal, que le valdría ser el protagonista de la zamba que compusieron para él dos leyendas del folcklore salteño, como el “Cuchi” Leguizamón y Manuel J. Castilla.
En cinco estrofas –que es la cantidad que tiene una zamba–, Castilla pinta a este hombre en su totalidad.
Cuenta que Riera tenía una panadería, y que le dejaba la puerta abierta a la gente para que cualquier viajero, cualquier persona que pasara, pudiera comer de su pan.
Hoy que es impensable que la gente abra las puertas de sus casas a la calle, y todo está enrejado, hay que pensar en Juan que dejaba abierta su panadería, donde además tenía una cama hecha de tiento ubicada hacia la orilla de la pared, para que la persona que quisiera descansar, lo hiciera. La gente tomaba el pan que necesitaba y se iba: ahí sabían que podían encontrarlo siempre.
El pan, que es alimento material pero que también es un símbolo, que está cargado de tantas significaciones místicas y religiosas, con Cristo y su multiplicación.
Dos pequeños golpes sonaron en la puerta de la casa antigua. Manuel Castilla abandonó el sueño. Confundido, con las últimas imágenes dando vueltas en su mente, se incorporó y se calzó las pantuflas. Se puso un abrigo. Caminó hacia la puerta que volvió a sonar. -¡ Ya va!… Abrió y lo vio a Juan Riera, su panadero amigo, con la bolsa entre las manos. -Gracias, dijo Manuel- pero no puedo voy a aceptarle el pan porque no se lo puedo pagar.
-Antes, cuando usted podía, venía y me compraba, pero ahora es mi obligación llevárselo todos los días- dijo el hombre, resuelto, entregándole el pan caliente. No dijo nada más. Se marchó y Manuel se quedó en el umbral, conmovido, emocionado por su grandeza. Abrió todas las ventanas de la casa. Puso a calentar en la pava el agua para el mate y se quedó pensando en ese viejo anarquista que había llegado de Ibiza, huyendo de la guerra, en 1914. Ancló en Tucumán y trabajó como carpintero en la extensión ferroviaria de Socompa. Juan Riera solía cambiar de trabajos al tiempo que ejercía su viejo oficio de panadero y pastelero. Fiel a su militancia política luchó por sindicalizar a los obreros, pero todos sus empeños le costaron el trabajo en el ferrocarril. Finalmente se radicó en Salta donde instaló su panadería. Se casó con Augusta Cavarelloni, una salteña que le dio nueve hijos, y todos tabajaron junto a sus padres.
El poeta tomó mate, comió el pan lentamente para saborearlo bien. Y pensó en cuantos Juan Riera se iban a precisar para cambiar las cosas… Y pensó en los terribles canallas, los alcahuetes del gobierno que lo habían echado del diario El intransigente donde escribía sus columnas. La verdad del fondo de sus pensamientos había sido tan profunda como peligrosa, lo había dejado en la calle de un día para el otro, quitándole, entre otras cosas, el pan de cada día. Su poesía era como la harina levándose en el horno; algo tan simple y cotidiano como las estrellas de la noche. Llevaba el olor de la tierra, del vino bien chispeante,de la copla y del carnaval.
Las palabras brotaban de su pluma, volaban con el cóndor de los Andes, bendecían las cosechas, denunciaban a los corruptos. La poesía lo embriagó esa mañana de sol como tantas noches se había embriagado en el boliche de Balderrama… No, el mundo no estaba tan mal después de todo.
Y así, día a día, siguió recibiendo el pan y siguió evocando a ese hombre que hiciera de su vida una celebración. Ese caballero gentil que había convertido a la panadería en una improvisada peña, un pequeño centro cultural, un refugio para los pobres y los mendigos.
Fuente: Profesional