Emilio Alberto Narciande tenía un futuro prometedor en el patín: a sus 18 años ya había salido cuarto en el Mundial y había ganado los Juegos Sudamericanos. Sin embargo, el 8 de marzo de 1982 entró a hacer la colimba y en un mes, sin instrucción militar, fue a la Guerra de Malvinas.
Para su familia, siempre fue Alberto. Para quienes lo conocieron después, Emilio: “Me dicen de las dos maneras, ya estoy acostumbrado.
Su papá, Manuel, había sido campeón mundial de patín en 1966, en la primera edición disputada en la Argentina, más precisamente en Mar del Plata, la ciudad donde hasta el día de hoy viven los Narciande. Emilio tenía apenas tres años, pero recuerda: “Al poco tiempo ya me puse los patines y empecé a correr alrededor de la mesa”.
A partir de ahí, se convirtió en una verdadera promesa del deporte: ganó torneos locales primero y nacionales después. El apellido Narciande seguía corriendo en la pista, y en la calle, cada vez con mayor velocidad. En el Mundial 1979 de Como, Italia, salió octavo; en el de Nueva Zelanda ‘80, séptimo; en Bélgica ‘81, cuarto.
Era parte de la Selección argentina de patín, que solo le bancaba los viajes a los Mundiales; todo el resto siempre lo hizo a pulmón. Cuando volvió de Bélgica, fue a los Juegos Sudamericanos de Punta del Este, Uruguay. Ahí se coronó campeón y el futuro era auspicioso: en 1982 competiría en el Mundial de Patín de Mar del Plata e iba a poder seguir los pasos de su papá, coronándose de local.
1982: un antes y después en su vida
“El Mundial se iba a hacer acá en septiembre del ‘82 y arranqué la pretemporada sabiendo que debía incorporarme al Ejército en marzo, pero con la tranquilidad de que me iban a dar licencia de la colimba para entrenar y competir”, cuenta Emilio.
El 8 de marzo, Emilio Alberto Narciande comenzó el Servicio Militar Obligatorio. Un mes después, tuvo que despedirse de su familia para ir a una guerra, sin sentido como todas, pero con condiciones inhóspitas como ninguna.
Emilio se quiebra al teléfono, se escucha un sollozo y un silencio ensordecedor se apodera de la conversación hasta que lo rompe con valentía: “Fue duro, me despidió una tía a la que jamás había visto llorar. Yo era un chico recién recibido de la escuela y de pronto me fui a la guerra, con nula instrucción militar”.
