El 29 de julio de 1966, un mes después de instalada la dictadura que derrocó a Arturo Illia, Juan Carlos Onganía ordenó la intervención de las universidades. La resistencia de la comunidad educativa fue reprimida a palazos por la policía en lo que fue una noche salvaje. Se inició entonces una migración masiva de investigadores, académicos y profesionales altamente calificados que trajo consecuencias devastadoras para el desarrollo científico del país
Hay una foto que quedó grabada en la historia argentina como la imagen emblemática de las brutalidades —la de la violencia y la de la ignorancia— de las dictaduras militares que precedieron al proceso genocida instaurado en el país el 24 de marzo de 1976. Data de casi diez años antes, de la noche del viernes 29 de julio de 1966 y muestra el momento preciso en que un grupo de profesores, graduados y estudiantes de la Facultad de Ciencias Exactas de la Universidad de Buenos Aires sale del edificio y es apaleado por una doble hilera de policías federales armados con bastones, esos bastones largos a los que Mafalda, la genial creación de Quino, bautizó como “los palitos de abollar ideologías”.
“La historia de los palazos que nos hicieron pasar entre una doble fila de policías ya la conocen todos, pero es curioso, porque a uno le quedan ciertos detalles sin importancia. Por ejemplo, recuerdo que yo usaba sombrero y lo tenía puesto, así que cuando pegaron los palos, el sombrero atenuó los golpes, que no me parecieron gran cosa, pero después, en la comisaría, pasé frente a un espejo donde me vi la cara ensangrentada. Y me lavé, porque me daba vergüenza estar en esa situación. La verdad es que fue notable con tantos palos que dieron que no hubieran matado gente, porque pegaban bien, pegaban con habilidad”, recordó muchos años después el matemático Manuel Sadosky, vicedecano de la Facultad y uno más entre tantos apaleados.
En el momento del hecho que quedó congelado para siempre por la foto, el general ecuestre Juan Carlos Onganía llevaba apenas un mes apoltronado por la fuerza en la Casa Rosada, luego del derrocamiento del presidente constitucional Arturo Umberto Illia. En la estrechez de la mente del dictador —formateada por el cursillismo católico y la Doctrina de Seguridad Nacional— las universidades argentinas no formaban profesionales o científicos occidentales y cristianos, sino que eran verdaderas cuevas donde se cocinaba la conspiración marxista internacional. De todas ellas, a su dictatorial criterio, la de Buenos Aires —la prestigiosa UBA, reconocida por su calidad educativa a nivel mundial— era la peor de todas, un verdadero criadero de subversivos.

La UBA como enemigo
En su castrense cabeza, “El Caño” —como sus compañeros de armas llamaban a sus espaldas a Onganía, no por lo recto sino por lo hueco— creía tener pruebas de sobra de que así era. Recordaba que un año antes, cuando los marines estadounidenses habían invadido Santo Domingo para desplazar al presidente de ese país y evitar que se instaurara “una segunda Cuba”, el Consejo Superior de la UBA había emitido una declaración repudiando la invasión y en defensa de la libre autodeterminación de los pueblos. No solo eso: los estudiantes salieron a la calle y se enfrentaron con la policía, que terminó dispersándolos con gases lacrimógenos cuando querían llegar a la explanada del Congreso.
Además, Onganía estaba convencido de que la UBA desafiaba el poder de la auntodenominada “Revolución Argentina” que él encabezaba. La misma noche del golpe, su rector, Hilario Fernández Long, había convocado a los docentes, alumnos y graduados a defender a las autoridades que habían elegido y a “mantener vivo el espíritu que haga posible el restablecimiento de la democracia”. Fernández Long era un ingeniero dedicado a puentes y estructuras, de Necochea, demócrata cristiano, que no representaba para nada la idea de los “demonios rojos” que poblaban las aulas y las conducciones académicas que la nueva dictadura quería pintar, pero eso al dictador lo tenía sin cuidado. Después de la convocatoria del rector, el Consejo Superior de la UBA hizo pública una declaración escrita exhortando a los claustros universitarios a continuar defendiendo la Autonomía Universitaria. A nadie se le escapó que esa autonomía era un logro obtenido en 1918, durante el primer gobierno de Hipólito Yrigoyen, y que el golpe militar había desalojado a otro gobierno radical. Onganía lo tomó como una flagrante provocación.
Intervención y represión
El dictador respondió la tarde del 29 de julio con un “decreto con fuerza de ley”, como se habían bautizado las normas anticonstitucionales que promulgaban los militares en el poder. Llevaba en número el 16.192 y ponía “fin a la autonomía universitaria” y, aunque no mencionaba la palabra intervención, disponía algo que podría considerarse insólito si no fuera por lo perverso: las universidades pasaban a depender del Ministerio del Interior, en cuya órbita estaban las fuerzas de seguridad, en vez de depender de la cartera de Educación.
El decreto disponía también que, para seguir en sus cargos, los rectores debían transformarse en interventores a las órdenes de ese ministerio. Acostumbrado a los emplazamientos militares, Onganía les dio 48 horas para decidir si aceptaban seguir en sus cargos bajo esas condiciones o renunciaban. Apenas conocieron el decreto, autoridades, docentes y estudiantes confluyeron en las facultades de Ciencias Exactas y Naturales, Filosofía y Letras, Medicina, Arquitectura e Ingeniería para decidir medidas de resistencia.
Se estaban realizando asambleas en todas las sedes cuando se inició la represión, que fue brutal. Las tropas de la guardia de infantería de la Policía Federal, al mando del general Mario Fonseca, se desgranaron por los alrededores de la histórica Manzana de las Luces, en pleno centro porteño —donde 161 años antes se habían desarrollado acciones de resistencia durante las invasiones inglesas— y por entonces sede de la Facultad de Ciencias Exactas de la Universidad de Buenos Aires. A las diez de la noche, Fonseca dio la orden de largada de la “Operación Escarmiento”, como la llamó, y las tropas entraron a bastonazos en la sede de la Facultad. Rolando García, el decano de Exactas, se les plantó a los policías. Lo hirieron en una mano de un bastonazo. Otros docentes, estudiantes y graduados intentaron resistir, pero los redujeron a los golpes. Poco después los hicieron salir con las manos en alto y pasar entre las hileras de policías para seguir pegándoles.
Mientras tanto, a la misma hora, en la Facultad de Filosofía y Letras, en la avenida Independencia, la guardia de infantería también amenazaba con actuar. Los estudiantes, en el hall, en plena agitación, decidieron resistir. De pronto, la puerta de la facultad cedió a los golpes y entró un contingente policial. También repartieron mandobles. Uno de los que estaba esa noche de viernes en la sede de Filosofía y Letras era Horacio González, que recibió un tremendo golpe en la cabeza y cayó desplomado. Cuando salió del shock, minutos después, sus compañeros lo sacaron de la facultad para llevarlo a un hospital y así evitó caer preso.

La repercusión internacional
La dictadura de Onganía no imaginó que su brutalidad iba a generar una ola de repudio fuera de las fronteras del país. Al día siguiente de la irrupción policial en las facultades, el profesor estadounidense Warren Ambrose, invitado extranjero en la Facultad de Ciencias Exactas, escribió una carta al editor de The New York Times, que la publicó de inmediato. Aterrorizado por lo que acababa de vivir, Ambrose relataba: “Entonces entró la policía. Me han dicho que tuvieron que forzar las puertas, pero lo primero que escuché fueron bombas, que resultaron ser gases lacrimógenos. Los soldados [confunde policías con soldados] nos ordenaron, a los gritos, pasar a una de las aulas grandes, donde se nos hizo permanecer de pie, con los brazos en alto, contra una pared”.
“El procedimiento para que hiciéramos eso fue gritarnos y pegarnos con palos […] todo el mundo (entre quienes me incluyo) estaba asustado y no tenía la menor intención de resistir”, describía y, a continuación, hablaba de los golpes que había recibido por parte de la policía: “Nos agarraron a uno por uno y nos empujaron hacia la salida del edificio. Pero nos hicieron pasar entre una doble fila de soldados, colocados a una distancia de diez pies entre sí, que nos pegaban con palos o culatas de rifles […] yo (como todos los demás) fui golpeado en la cabeza, en el cuerpo, y en donde pudieron alcanzarme“, contaba. Luego de ser publicada en el diario neoyorquino, la carta de Ambrose fue reproducida por otros medios de América Latina, Europa y los Estados Unidos.

Una era de oscurantismo
Los hechos de la Noche de los Bastones Largos y la intervención de las universidades tuvieron un tremendo impacto en el desarrollo científico del país. Muchos de los mejores docentes e investigadores decidieron irse al exterior para escapar del oscurantismo que caía como un velo sobre la Argentina. En un trabajo que realizaron para los cincuenta años de esa fatídica noche, la química Silvia Braslavsky y el matemático Raúl Carnota detallaron la sangría que sufrió la UBA a partir de allí: “En la primera semana de agosto (de 1966) se produjeron 1.378 renuncias de docentes: 391 en Exactas y Naturales, 305 en Filosofía y Letras, 268 en Arquitectura y Urbanismo, 180 en Ingeniería, 66 en Derecho, 35 en Ciencias Económicas, 34 en Medicina, 20 en Agronomía y Veterinaria, 14 en Farmacia y Bioquímica, 2 en Odontología y 63 en los Institutos dependientes de Rectorado”, enumeraron.
La intervención de la UBA también marcó el principio del fin de “Clementina”, la primera computadora instalada en el país. Llegada en 1961, era una computadora de 18 metros de largo y dos de altura, pesaba una enormidad, y era el orgullo del Instituto de Cálculo, de la Facultad de Ciencias Exactas y de toda la Universidad. “Realizaba cálculos matemáticos para establecer pautas en el sistema de ahorros y préstamos, para el estudio de los ríos patagónicos, para resolver cálculos astronómicos, como por ejemplo establecer la órbita del cometa Halley. Unas cien personas trabajaban con la máquina, bien dispuesta a efectuar censos comerciales, análisis del funcionamiento de reactores nucleares, investigaciones cardiológicas y traducciones, como ser del ruso al español”, la describió Carnota.
La fuga de cerebros la dejó sin especialistas capaces de hacerla funcionar y la falta de fondos la condenó a no tener mantenimiento. El 6 de junio de 1971, la revista dominical de La Nación publicó “Una lágrima por Clementina”, un artículo en el que informaba sobre su desmantelamiento y anunciaba que se reemplazaría por otra, cosa que no ocurrió porque la licitación fue cancelada por la dictadura.
En ese contexto, no faltaron tampoco los docentes que eligieron ser cómplices de los militares. Mientras otras autoridades renunciaban, las de las facultades de Ciencias Económicas y las de Derecho y Ciencias Sociales no sólo se adaptaron a la nueva realidad impuesta por Onganía, sino que pasaron a colaborar con la dictadura. “En la Universidad de Buenos Aires, mientras se purgan cátedras, laboratorios, equipos de trabajo y se producen cientos de renuncias en algunas de sus Facultades, en otras se respetan más las continuidades, no hay grandes conmociones, incluso se puede encontrar el estrechamiento de vínculo”, explica el economista y doctor en Ciencias Sociales Martín Unzué en su trabajo sobre “La otra cara: los apoyos al golpe de Estado de Onganía en la comunidad académica de la Universidad de Buenos Aires”.
Los efectos del ataque de la dictadura de Onganía contra las universidades, del cual la foto de La Noche de los Bastones Largos ha quedado como un símbolo, se prolongarían mucho más allá de los casi siete años que duró la “Revolución Argentina”. Con el tiempo, el desarrollo científico del país volvió a recuperar la importancia y el reconocimiento internacional que había tenido antes, pero nunca ha dejado de estar acechado por intereses oscuros que quieren destruirlo.