En la década de 1960 se conjugaron dialécticamente violencia y pacifismo. La Guerra Fría mostraba una faceta extrema y radical. Los escenarios de lucha fueron los países del Tercer Mundo. Para el bloque liderado por Estados Unidos, la Revolución Cubana de 1959 le imponía la necesidad de actuar más enérgicamente sobre su esfera de influencia.
En Europa, la barrera contra el comunismo se construiría materialmente: en 1961 se inauguraba el Muro de Berlín. La presidencia de John F. Kennedy desplegaría para América Latina una política preventiva –la Alianza para el Progreso– y otra coactiva, entrenando a las fuerzas armadas latinoamericanas para la guerra contrarrevolucionaria; sus sucesores, apelarían a la coerción pura ocupando Santo Domingo y legitimando las dictaduras tecnocráticas en Sudamérica.
Pero los escenarios de violencia extrema se instalaron en lugares más turbulentos como la matanza de trescientos mil militantes comunistas en Indonesia, el horror del bloqueo de Biafra en la guerra de secesión de Nigeria, y la Guerra de los Seis Días, que culminó con la ocupación israelí de Cisjordania, la Franja de Gaza y todo el desierto del Sinaí.
Para los países de la órbita soviética esta década comenzaría con el resquebrajamiento de la unidad internacionalista de sus miembros. China fue la primera en romper con las directivas de Moscú, y Yugoslavia continuó ese camino de independencia. El nacimiento del eurocomunismo implicaba una revisión de la relación entre el poder central y sus satélites. Y Nikita Kruschev apeló a desparramar toda su artillería contra las repúblicas socialistas disidentes, aunque esa política tuvo éxito parcial.
La disputa entre ambos tuvo como el escenario más trágico a Vietnam. El territorio vietnamita, dividido en dos regiones diferenciadas, fue el flanco elegido por las potencias de la Guerra Fría para dirimir sus fuerzas.
La violencia ejercida por los poderes mundiales socavó pronto las bases de sustentación interna de ambas dominaciones. Los pueblos comenzarían a levantarse contra la fuerza de los poderes instituidos, contra la racionalidad capitalista y comunista, y se inauguró un tiempo de crisis de dominación social que aquejó a los dos ejes mundiales.
En los últimos meses de 1967, algunos disturbios estudiantiles se propagaron en la Facultad de Humanidades de la Universidad de Nanterre. Sus reivindicaciones se circunscribían a cuestiones universitarias, aunque se escuchaban algunas voces esporádicas de apoyo a Vietnam y de repudio a la intervención norteamericana.
Estos antecedentes cobraron nuevos bríos en el primer semestre del año siguiente. El 2 de mayo comenzaron las primeras jornadas antiimperialistas, lideradas por el dirigente estudiantil Daniel Cohn-Bendit. Las autoridades de la facultad decidieron clausurar la unidad académica a la vez que las fuerzas policiales reprimieron a los estudiantes. Comenzaba la semana rabiosa. Toda la Sorbona se levantó en solidaridad con los estudiantes de Nanterre y comenzaron las tomas de las respectivas facultades. La policía clausuró la Universidad y declaró el estado de sitio en el Barrio Latino, circundante a la zona universitaria.
Modelos en disputa
Los años 60: Entre la violencia y el pacifismo
En la década de 1960 se conjugaron dialécticamente violencia y pacifismo. La Guerra Fría mostraba una faceta extrema y radical. Los escenarios de lucha fueron los países del Tercer Mundo. Para el bloque liderado por Estados Unidos, la Revolución Cubana de 1959 le imponía la necesidad de actuar más enérgicamente sobre su esfera de influencia.
En Europa, la barrera contra el comunismo se construiría materialmente: en 1961 se inauguraba el Muro de Berlín. La presidencia de John F. Kennedy desplegaría para América Latina una política preventiva –la Alianza para el Progreso– y otra coactiva, entrenando a las fuerzas armadas latinoamericanas para la guerra contrarrevolucionaria; sus sucesores, apelarían a la coerción pura ocupando Santo Domingo y legitimando las dictaduras tecnocráticas en Sudamérica.
Pero los escenarios de violencia extrema se instalaron en lugares más turbulentos como la matanza de trescientos mil militantes comunistas en Indonesia, el horror del bloqueo de Biafra en la guerra de secesión de Nigeria, y la Guerra de los Seis Días, que culminó con la ocupación israelí de Cisjordania, la Franja de Gaza y todo el desierto del Sinaí.
Para los países de la órbita soviética esta década comenzaría con el resquebrajamiento de la unidad internacionalista de sus miembros. China fue la primera en romper con las directivas de Moscú, y Yugoslavia continuó ese camino de independencia. El nacimiento del eurocomunismo implicaba una revisión de la relación entre el poder central y sus satélites. Y Nikita Kruschev apeló a desparramar toda su artillería contra las repúblicas socialistas disidentes, aunque esa política tuvo éxito parcial.
La disputa entre ambos tuvo como el escenario más trágico a Vietnam. El territorio vietnamita, dividido en dos regiones diferenciadas, fue el flanco elegido por las potencias de la Guerra Fría para dirimir sus fuerzas.
La violencia ejercida por los poderes mundiales socavó pronto las bases de sustentación interna de ambas dominaciones. Los pueblos comenzarían a levantarse contra la fuerza de los poderes instituidos, contra la racionalidad capitalista y comunista, y se inauguró un tiempo de crisis de dominación social que aquejó a los dos ejes mundiales.
En los últimos meses de 1967, algunos disturbios estudiantiles se propagaron en la Facultad de Humanidades de la Universidad de Nanterre. Sus reivindicaciones se circunscribían a cuestiones universitarias, aunque se escuchaban algunas voces esporádicas de apoyo a Vietnam y de repudio a la intervención norteamericana.
Estos antecedentes cobraron nuevos bríos en el primer semestre del año siguiente. El 2 de mayo comenzaron las primeras jornadas antiimperialistas, lideradas por el dirigente estudiantil Daniel Cohn-Bendit. Las autoridades de la facultad decidieron clausurar la unidad académica a la vez que las fuerzas policiales reprimieron a los estudiantes. Comenzaba la semana rabiosa. Toda la Sorbona se levantó en solidaridad con los estudiantes de Nanterre y comenzaron las tomas de las respectivas facultades. La policía clausuró la Universidad y declaró el estado de sitio en el Barrio Latino, circundante a la zona universitaria.
Los estudiantes respondieron levantando barricadas, iniciando una huelga general en la educación superior, a la que se plegaron los estudiantes secundarios. Cinco días después del inicio de la revuelta, los sindicatos obreros se unieron a las manifestaciones. La rebelión estudiantil se había propagado por todo París: una manifestación de medio millón de personas sobre la Plaza de la República coincidió con el décimo aniversario del gobierno de de Gaulle.
Diez millones de obreros industriales se plegaron a la huelga general del 15 de mayo. Hasta aquí el relato de los acontecimientos, los hechos más fácticos. Sus consignas eran demasiado abarcativas como para encuadrar a este movimiento como una típica lucha de sectores comunistas contrarias al régimen occidental. Si bien es cierto que el Partido Comunista fue uno de los principales inspiradores de la insurrección, esto sólo era la superficie del conflicto.
La revuelta coincidió con la mediación que ejercía Francia en la guerra de Vietnam, y por tanto, la revuelta adquirió tintes antiimperialistas y particularmente antiyanquis. La rebelión tenía antecedentes muy cercanos en la protesta estudiantil de Italia en el mes de enero, y la de Alemania en febrero, constituyendo la primera manifestación contraria al capitalismo desde la destitución del régimen nazi.
Obreros, estudiantes y ciertos reductos de las clases medias se levantaron también en Bélgica, Suecia, Gran Bretaña, y, algunos meses más tarde, nuevamente en Italia y Alemania. Por su parte, España, creyéndose inmune a las revoluciones sociales por la consolidación de la dictadura reaccionaria de Francisco Franco no contó con el despertar estudiantil que llevó a que miles de estudiantes encabezaran las “marchas silenciosas”, pero tampoco se imaginaba que sería el punto de partida para el surgimiento de movimientos separatistas en Euskadi, inaugurando los atentados políticos a través de su brazo armado, la ETA.
En este mismo sentido, en las islas británicas se fortaleció la guerra de guerrillas propiciada por los movimientos nacionalistas de Irlanda del Norte, sobre todo de su sector más extremista, el IRA.
Las rebeliones no sobrevivieron a la coerción estatal y no terminaron constituyendo fuerzas políticas de importancia. Los franceses posiblemente no buscaban la caída de De Gaulle, aunque el desgaste de diez años calaba hondo; a pesar de esto, obtuvieron un acortamiento de su mandato. De Gaulle se retiró al año siguiente al perder un referéndum para decidir sobre su continuidad.
La movilización juvenil norteamericana, expresada en los hippies, no era solamente una posición nihilista de la vida, sino una rebelión pacifista frente al belicismo de sus enclaves de poder. Este movimiento, en el contexto del mal desempeño militar, condicionó el futuro político del presidente L. B. Johnson, quien terminó renunciando a su cargo.
Posiblemente, algunos pensarán que estos acontecimientos no merecen más que dos líneas, pero había algo más en lo profundo de estos reclamos atomizados, poco coordinados, y con consignas ambivalentes que iban desde la oposición al sistema representativo liberal y la adscripción a la democracia directa hasta la ausencia de todo régimen político.
Anarquismo y socialismo se entrecruzaban en una extraña alianza que reivindicaba a Mao, a Ernesto Che Guevara, a Bakunin y el líder vietnamita Ho-Chi-Minh. Era una toma del espacio público, simbólica y temporal, pero que mostraba hasta qué punto las nuevas generaciones no estaban dispuestas a adoptar el “estilo de vida” de la sociedad de bienestar. Los estudiantes se oponían a la rutinización de sus conductas y a la sumisión de sus conciencias. Se trataba de la primera generación posterior a la guerra, y por tanto, no había sido protagonista de la violencia fundante de esa sociedad.
Tal vez deseaban fundar su propia historia. Los obreros habían, por fin, comprendido su fortaleza frente al modelo neocorporativista de intermediación de intereses. Los sindicatos tenían poder numérico y podían movilizarse o ir a la huelga paralizando al capital. El andamiaje que el capitalismo había construido para evitar que las masas se dejaran seducir por el comunismo comenzaba a resquebrajarse