Tristeza, alegría, amor, miedo, enfado. Cada uno de estos sentimientos es la punta del iceberg de una orquesta de expresiones corporales y cerebrales
Tristeza, alegría, amor, miedo, enfado. Cada uno de estos sentimientos es la punta del iceberg de una orquesta de expresiones corporales y cerebrales. A veces la expresión de una emoción precede a sus reacciones; esta es el orden intuitivo: sucede algo que nos hace sentir tristes y esto desencadena el llanto. Pero a veces el circuito de las emociones funciona en el sentido inverso: alguien ríe en medio de un tumulto, el cerebro lo registra (aun sin que seamos conscientes) y a través de un sistema de neuronas espejo, imita este gesto y evoca una sonrisa. Y así se dispara la alegría. Basta esbozar una sonrisa para sentirse bien, aunque sea por un segundo. Así de simple es plantar una emoción.
¿Y si la experiencia consciente de una emoción es casi un espejismo? ¿Puede una emoción ser completamente inconsciente? Por extraña que pueda parecer esta idea, se trata en realidad de un lugar común. Cuando decimos que un perro —o un bebé, para el caso— tiene miedo, es porque produce expresiones corporales y comportamientos que asociamos con el miedo. En realidad, no sabemos lo que siente.
La presentación subliminal (inconsciente) de una cara triste induce la expresión y la sensación de tristeza. Las respuestas corporales son inmediatas y solo un tiempo después la persona dice sentir esa emoción. En ese tiempo en el que todo el cuerpo expresa tristeza mientras la persona dice no sentirla, en ese limbo, ¿está experimentando una emoción? Así como identificamos emociones en otra persona a partir de lo que expresa su cuerpo, nuestro cerebro infiere lo que sentimos leyendo nuestras expresiones corporales. Por eso expresar alegría la evoca y la mímica de la tristeza nos entristece.
Podría pensarse que el baile fisiológico que se apodera del cuerpo es irrelevante si, a fin de cuentas, uno no siente tristeza. Pero en realidad sí que importa. La expresión corporal de una emoción puede enfermarnos, o curarnos, aunque no la percibamos conscientemente, y —más allá de nuestra propia experiencia— siempre termina afectando a los demás. A mí me ha pasado que alguien me pregunte por qué estoy enojado y sorprenderme solo por la formulación de la pregunta. ¿Enojado yo? Resulta que a veces nuestras emociones son más visibles para los otros que para nosotros mismos.
De ‘El poder de las Palabras’, de Mariano Sigman (Editorial Debate)