Después de siete años y siete meses de proclamar su inocencia sin ser oído, el salteño Julio Flores, mecánico de aviones, adoptó hace treinta y seis días, en la soledad de su celda, la fatídica decisión que puso en marcha: iniciar una huelga de hambre hasta morir. Lleva días sin probar comida ni aceptar medicamentos para sus enfermedades. Para desesperación de los suyos, ese día empezó a darles indicaciones sin atender sus ruegos. La determinación más dramática fue que desde entonces empezaría a reducir drásticamente la ingesta de alimentos con el objetivo de preparar su cuerpo para el tormento que vendría.
Flores, de 64 años, dio a conocer en público su huelga de hambre mediante una carta manuscrita que probablemente no trascienda demasiado. Sobre él pesa una acusación , la imputación de uno de esos delitos llamados de “lesa humanidad”, que esconden una condena a muerte en prisión.
¿Y de qué se lo acusa a Flores? En su escrito, titulado “Carta de un condenado a muerte en Argentina”, él explica que la acusación es, “concretamente”, por “privación ilegítima de la libertad”.
Flores, que ingresó a la escuela de suboficiales de Córdoba para poder estudiar la especialidad que había elegido, y sólo permaneció tres años en la Fuerza Aérea, entre los 18 y los 20 años, cuando pidió la baja para ir a probar suerte en la aviación civil, no fue escuchado por los miembros del Tribunal Oral Federal No. 5 de San Martín, Marcelo Díaz Cabral, Alfredo Ruiz Paz y Claudia Marquese Martin, que lo condenaron a 25 años de prisión. Tampoco por los jueces de la Cámara Federal de Casación Penal que ratificaron su condena, ahora apelada ante la Corte Suprema.
Su único destino militar fue el amplio terreno de una base aérea con hangares donde también funcionó un centro de detención conocido como Mansión Seré.
Según dice Flores en su carta, dos son los fundamentos que esgrimieron para condenarlo. Uno es que en su legajo de la Fuerza Aérea figura “una calificación anual” firmada “por un jefe, supuestamente participante de la guerra antisubversiva, ya fallecido”. El otro es un testigo que se contradijo: durante la instrucción de la causa en 2006 no lo reconoció cuando le mostraron fotos, pero 13 años después, durante el juicio celebrado en 2019, misteriosamente sí. “Declara por videoconferencia desde Francia, donde reside, que me reconoce como jefe de guardia que lo cuidaba y comía con él, en la misma mesa, en el lugar de detención”, dice Flores.
Los hechos de los que se lo acusa ocurrieron en un período de seis meses comprendido entre agosto de 1977 y enero de 1978, explica, para luego añadir que en ese momento él tenía 19 años y era un cabo con apenas ocho meses de antigüedad, ya que había egresado en diciembre de 1976.
“Con seguridad afirmo, y salta a la vista, que ese testigo fue aleccionado, dirigido, para que diga que me reconoce, trece años después de negar ese reconocimiento”, resalta Flores, quien se considera un preso político.
El cambio repentino de declaración de ese testigo lo lleva al salteño a discurrir en su carta sobre la supuesta solidez de las evocaciones y la implantación de recuerdos, siguiendo a varios autores, entre ellos Lucas Massaccesi y Bruno Falco, que escribieron un artículo titulado “Hércules y la fábrica de causas”, como así también el psicólogo Jerome Bruner y el neurocientífico Fabricio Ballarini.
Luego de citar también al filósofo Duncan Kennedy sobre las motivaciones que suele haber detrás de los procesos de decisión judicial, como pueden ser las expectativas de la comunidad o la formación ideológica de los jueces, Flores vuelve a referirse a la Justicia argentina para denunciar que “en este clima de verdad se inserta un relato judicial que termina encarcelando a quienes la hegemonía mediática u otras organizaciones señalan”.
“La decencia y valentía de los magistrados es puesta a prueba por la lógica de los poderosos”, sostiene el autor de la angustiosa carta, quien acusa a los jueces de “fallar sin equidad, lejos de la ley justa, con juicios amañados, ilegales, a veces hasta ridículos”. Y más adelante añade: “Dan pena, se terminan convirtiendo en meros sicarios de la lapicera, oscuros verdugos de patíbulo, mamarrachos”.
El salteño, que a lo largo de estos años pidió en cuatro oportunidades que al menos le concedan el arresto domiciliario, y todas las veces se lo negaron, expresa su anhelo de esperar en su casa, con su familia, su esposa e hijos, nietos y hermanos la resolución de la Suprema Corte.
“Quiero irme a mi casa vivo, pero si tengo que morir en el intento lo haré”, asegura, antes de remarcar que si muere “serán responsables los señores jueces del TOF 5 de San Martín, provincia de Buenos Aires”.
“Sobre sus conciencias estará mi cadáver”, advierte. “Destrozaron mi vida y la de mi familia, pero no les tengo rencor”, añade.
Flores confiesa abrigar aún esperanzas de que su situación se aclare y pueda estar finalmente con su familia, pero, si no se le concede, esta vez está dispuesto a morir. “A lo mejor esa es mi libertad definitiva”, especula. “Dios y la Virgen dirán”, concluye.
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