La importancia de mantener ocupada a las personas, aun cuando sea en labores que no merecieran la mayor trascendencia; cumplía un propósito de carácter constructivo de la máxima que mandaba a los habitantes alejarse de la ociosidad, que era considerado como delito en el antiguo Perú, indica una publicación de la Facultad de derecho de la Universidad Nacional de Arequipa.
[Introducción]
“El hombre no tiene naturaleza sino (…) historia”; sentencia harto significativa de quien por antonomasia puede ser considerado el filósofo español más influyente del siglo XX. Y es que el acento puesto por Ortega y Gasset en la siempre escurridiza meditación sobre el pasado nos persuade a señalar aspectos medulares concernientes a una figura delictiva un tanto curiosa si la auscultamos desde nuestra perspectiva occidentalizada, pero que, por otra parte, fue sabiamente regulada en un derecho cimentado en la costumbre, como lo fue el incaico, a través de refranes, cuya presencia puede hoy ser verificada, todavía, en muchos lugares de esta parte del continente.
[La fuerza de trabajo en el incanato]
La fuerza de trabajo era, a no dudarlo, el referente de riqueza por excelencia en una sociedad cuya economía se basaba principalmente en la agricultura, la ganadería y la minería. Por consiguiente, el hecho de asignársele al padre de familia, una porción de terreno por cada hijo nacido, no se estimaba tanto por el predio, en sí mismo considerado, sino por la fuerza de trabajo que un miembro más representaba en el proceso productivo.
De ahí la estricta regulación edificada en torno al trabajo, el que, a su turno, se desarrollaba sujeto a un régimen colectivo, lo cual no solo indicaba –como bien precisa Franklin Pease G. Y.– la participación de toda la comunidad del ayllu, sino que esta participación era simultánea[1]. Además de ello, el trabajo era obligatorio, razón está por la cual los habitantes del Tahuantisuyo tenían alguna labor que desempeñar, aun cuando pareciese inútil su actuación. Al respecto la historiadora María Rosworowski señala que en algunos valles paupérrimos donde la producción era sumamente escasa el inca estableció que se tributase con canutos de piojos vivos[2], tanto para asegurar la higiene en el poblado como para mantener a la gente ocupada en alguna tarea.
En este sentido, como bien lo menciona Villavicencio, el ocio, la vagancia, el desempleo, no se conocían en la sociedad de los incas. El hecho del nacimiento implicaba ciertos derechos, pero sobre todo el deber de trabajo[3]. Por lo tanto todos trabajaban, desde el inca hasta los que se encontraban en los estratos sociales más bajos, con la única excepción de los niños, enfermos y ancianos. Aunque en este último sentido, difiere parcialmente Guamán Poma, en tanto menciona que a los niños se les asignaba labores propias de su edad, como el pastoreo, hilado, recolección de flores, etc.[4] Y a los mayores, otras tantas como la cría de animales menores o el tejido de sogas. A quienes padecían de algún defecto físico o psicológico se les encomendaba tareas en torno a las capacidades que poseían (tejer, cuidar casas, etc.).
Finalmente, el trabajo mostraba su carácter recíproco a través de dos modalidades, las que, a efectos de la presente glosa, solo es preciso mencionar, la mitta y la minga[5], esta manifestada en el trabajo solidario entre los miembros del ayllu, y aquella en el trabajo que se realizaba en las tierras del Sol y del inca.
[La ociosidad como delito grave]
Ahora bien, trazadas, a grandes rasgos, las características que el trabajo tuvo en el Tahuantinsuyo, es deseo nuestro, exponer las razones por las que creemos, fue considerada la ociosidad como un delito, tan grave, que en última instancia mereció la pena capital.
El poderío cusqueño comenzó su acelerada expansión, más allá del valle en el que inicialmente se asentó, en la primera mitad del siglo XV, con el advenimiento del inca Pachacutec, vencedor de los chancas. Este proceso mereció el concurso de un aparato administrativo, religioso y militar, los que, a su vez, se sustentaban en el producto de la fuerza de trabajo de la población. En otras palabras, las labores de conquista[6] requerían tambos abastecidos de comida, ropa y armas para los ejércitos, o en su caso de artículos suntuosos, si la anexión de algún nuevo territorio al Tahuantinsuyo se llevaba a cabo pacíficamente mediante la reciprocidad, a través de ceremonias públicas en las que, además de comer y beber, el inca junto a los señores conquistados, les daba mujeres y artículos de lujo, fruto del trabajo de los artesanos que eran trasladados al Cusco desde diferentes regiones del naciente Estado.
Otro aspecto importante es el de la redistribución que, de los frutos del trabajo en las tierras del inca, se hacía a favor de los pueblos que sufrían de hambrunas, producto de fenómenos naturales como las sequías o inundaciones de la tierra de cultivo. A ello, tal vez sea necesario añadir que los funcionarios dedicados al culto cumplían una labor ideológica de dominación, pues no debemos olvidar que quien ceñía la mascaipacha en el elegido para el gobierno era el Willaq Uma, esto es, el sumo sacerdote, en señal de aprobación divina del nuevo gobernante. Todos estos funcionarios eran sostenidos con la producción de las tierras del Sol.
Lo dicho hasta este punto nos lleva a sostener que la fuerza de trabajo de la población era la fuente primaria del sostenimiento del poderío cusqueño, de lo que no nos resta más que deducir la importancia de mantener ocupada a las personas, aun cuando sea en labores que no merecieran, a simple vista, la mayor trascendencia; sin embargo, tales argumentos en nada mellan el carácter constructivo de la máxima que mandaba a los habitantes alejarse de la ociosidad, que es al fin y al cabo madre de todos los vicios, y en ella misma radica su consideración como delito en el antiguo Perú.
[¿Cómo se castigaba la ociosidad?]
A continuación solo nos queda ocuparnos de las sanciones derivadas de la obligatoriedad del trabajo. De acuerdo con Murúa se aplicaban tres tipos de pena[7], en primer grado, el castigo público, que podía realizarse a través de una reprimenda pública, luego, la pena de tormento, y finalmente la pena de muerte en los casos de reincidencia, o si se trataba del hijo de algún señor principal que no quería aprender un oficio. La severidad que delata la pena aplicada en este último caso tiene que ver con la especial posición del encausado, pues al ser parte de la clase dirigente debía, con mayor razón, mostrarse solícito en el cumplimiento de alguna labor como ejemplo para los gobernados. La pena capital se ejecutaba colgando de los pies al condenado hasta que muriese (aplicada también a la mujer adúltera)[8], y si era noble, se le decapitaba, al ser considerada, esta, la más honrosa de las penas, también podía operar la conmutación de la misma por la de prisión perpetua. Ahora bien, al tratarse de un haragán no consuetudinario, se le aplicaban penas corporales, como el azote[9] o el corte de los artejos postrimeros de los dedos[10].
Finalmente, hemos de decir que, además de nuestra gran afición por la historiografía jurídica, nos lleva a la reflexión sobre la ociosidad, las consideraciones que sobre ella se han hecho a través de las legislaciones contra la vagancia que vieron la luz en los primeros años del siglo pasado, fruto pues de la explosiva y “efímera” influencia del positivismo criminológico, que hoy día pulula en nuestro medio disfrazado de manso cordero, el mismo que postulaba la represión de la vagancia como medida preventiva para combatir el delito, circunstancia que en no pocos casos dio cause a una actuación extrema de la criminalización secundaria de la que habla el profesor Zaffaroni en su monumental Manual y que, a su turno, fuera denunciada por el no menos preclaro Mariátegui[11]. Sin embargo, tales reflexiones serán materia de un próximo trabajo, si el director de la revista nos lo permite.
Fuente: Tomado de Contranatura, la revista. Facultad de derecho de la Universidad Nacional de Arequipa, año 1, núm. 2, agosto de 2009.