El escritor y periodista Toño Angulo Daneri y la fotógrafa Paola de Grenet pasaron 20 días en este caserío casi secreto de la provincia norteña. Su trabajo se publicó en la revista peruana Etiqueta Negra con el título “Aicuña no es un pueblo de albinos”. Hoy, en el día Internacional de Sensibilización sobre el Albinismo, proclamado por las Naciones Unidas, vale recordar este increíble dossier periodístico.
Cada cierto tiempo cae alguien por Aicuña preguntando por «el misterioso pueblo de los albinos», que es como la propaganda turística llama a este caserío casi secreto de la provincia de La Rioja a unas veinte horas por carretera desde Buenos Aires.
Hoy, por ejemplo, acaba de llegar alguien. Es un lunes por la mañana.
La fotógrafa Paola de Grenet y yo estamos desayunando en el hostal La Casa —el único negocio de hospedaje que ha existido en Aicuña desde que se fundó hace trescientos cincuenta años— cuando un auto se estaciona frente al jardín de la entrada. Es un taxi. De allí baja un muchacho de unos treinta y pocos años, cabello lacio y claro peinado con raya al costado, gafas que parecen de diseño, bolsa deportiva de cuero, camisa blanca y pantalones oscuros.
Hasta octubre del 2005, La Casa era sólo un rancho familiar, el rancho de los Ormeño, de modo que la entrada no conduce a un mostrador ni a una sala de espera, sino directamente al salón comedor. Allí nos acompaña doña Josefa viuda de Ormeño, una de las dueñas del hostal.
—Buenos días —saluda el muchacho al cruzar la puerta, con evidente acento de forastero—. ¿Aquí podría tomar desayuno?
—Sí —le responde doña Josefa—. Pase, siéntese.
La invitación de doña Josefa ha sonado lacónica. Si no la conociéramos un poco, diríamos que esta mujer, abuela de tres nietos, desconfía de los extraños. La primera impresión que uno se lleva al conocerla es que hay algo, un recuerdo, una pérdida, una tristeza, que le endurece el semblante. O que está de mal humor. O las dos cosas al mismo tiempo.
—¿Qué hay para desayunar? —pregunta el forastero, sonriente, tratando de caer bien.
—Lo normal —dice la señora—: café, leche, pan, mantequilla, queso.
—¿Algo más?
—Mejor dígame qué desea y yo le diré si puedo ofrecérselo.
La fotógrafa y yo permanecemos callados. Ella hace como que ojea un libro que tiene sobre la mesa. Yo hago como que la ojeo a ella. El joven baja la voz:
—¿Huevos con tocino, tal vez?
—Bien: huevos con tocino —repite doña Josefa, y desaparece rumbo a la cocina.
El muchacho se sienta con nosotros. Se llama Benedict Mander, es británico, periodista, corresponsal del Financial Times de Londres. Le preguntamos qué lo trae por Aicuña. Éste es un lugar, le recordamos, donde es imposible que alguien esté de paso ni al que se pueda llegar por casualidad.
El periodista del Financial Times sonríe ante nuestra pregunta.
A decir verdad, para venir hasta Aicuña hay que querer hacerlo, fervorosa y esforzadamente. Es un pueblo que no aparece en la mayoría de los mapas y que no sólo está a tres horas de La Rioja, sino a otros diez larguísimos kilómetros de la carretera más cercana: una ondeante trocha de tierra y guijarros, más parecida a un circuito de motocross que a un camino para coches. Como dicen algunos de sus habitantes, Aicuña es un pueblo casi olvidado en el trasero del mundo, más alejado de Buenos Aires, geográfica y culturalmente, que de los caseríos andinos de Bolivia y Chile.
—Supongo que estoy aquí por lo mismo que ustedes —dice al fin Mander en inglés, y formando una trompa con la nariz y la boca señala el libro que ojea la fotógrafa: Anthropologies of Art.
Benedict Mander se prepara para reír. Es evidente que los tres hemos venido atraídos por la historia de «Aicuña, el misterioso pueblo de los albinos», un artículo de curiosidades turísticas que se suele entregar a los visitantes junto con un boletín de datos prácticos tomados de la web larioja.gov.ar/turismo.
Pero Paola de Grenet da un respingo: la cara seria, las cejas juntas, la actitud grave.
—¿Hasta cuándo piensas quedarte? —le pregunta, también en inglés.
—Sólo hoy —dice él. Y mirando hacia la ventana, añade—: Le he pedido al taxista que venga a recogerme esta tarde.
Ahora sí, Paola de Grenet se ha puesto roja:
—Entonces no podrás hacer nada —le suelta—. Mejor dicho, será mejor, por el bien de todos, que no intentes hacer nada.
Mander se queda atónito, aunque todavía tiene la boca abierta, como si le hubiesen dado una noticia fúnebre en mitad de una carcajada.
—A la gente del pueblo no le gusta hablar del tema. Llevamos un par de días aquí y aún no sabemos si podremos hablar abiertamente con alguien -le explica la fotógrafa
Al poco rato, doña Josefa regresa trayendo una bandeja con leche, café, pan, mantequilla y dos huevos fritos con tocino.
Mander le agradece, moja un trozo de pan en las yemas de los huevos y da un primer bocado.
Durante unos instantes, seguimos conversando en inglés, de cualquier cosa: de dónde somos Paola de Grenet y yo, a qué nos dedicamos, si tenemos hijos. Luego hablamos en castellano para que pueda participar doña Josefa, que otra vez se ha sentado a acompañarnos desde una mesa contigua.
Entonces es doña Josefa la que le pregunta a Benedict Mander:
—Y dígame, ¿qué lo trae por aquí?
Hay un albino por cada diecisiete mil personas en el mundo. Así lo ha estimado un estudio de la Johns Hopkins University de Estados Unidos. En Aicuña, según Julio César Ormeño, jefe de la oficina de Registro Civil, viven unas trescientas personas. A lo mucho, dice, en ciertas épocas han llegado a la excepcional cifra de trescientos cincuenta. Es un pueblo tan pequeño que todos juntos cabrían en una sala de cine, incluyendo a los recién nacidos, los ancianos y el ministro pastoral de la iglesia.
De ese total, el jefe de Registro Civil tiene censados a cuatro personas albinas, todos hombres: tres que ahora mismo viven en Aicuña y uno que ya de adulto se mudó a otro pueblo a dos horas de distancia. Pero sus archivos dicen algo más: desde finales del siglo XIX se han registrado los nacimientos de cuarenta y seis albinos, sólo en Aicuña.
Las matemáticas nunca han servido para las conclusiones fáciles, pero si alguna utilidad tiene en este caso la regla de tres es que el índice de albinismo en Aicuña no es uno por cada diecisiete mil, sino uno por cada noventa personas. O como escribe el médico Eduardo Castilla en su libro Aicuña. Estudio de la estructura genética de la población, el coeficiente de albinismo en este pueblo es casi doscientas veces mayor que en el resto del planeta.
Sin embargo, hay una especie de unánime censura sobre la palabra albinos o albinismo que impide mencionarla en voz alta. Es como si fuese un tabú o uno de esos secretísimos entuertos familiares cuyo problema no parece estar en que existan, sino en hablar de ellos. Ocultar, en el fondo, es una forma de querer que algo desaparezca.
Pero Benedict Mander no comparte ese código de silencio, así que termina por confesarle a doña Josefa, no sin cierta cautela, aquello que lo trae por aquí:
—He venido —le dice en voz baja— a conocer a los albinos de Aicuña.
Como si hubiese estado esperando este momento, doña Josefa se levanta de su silla y va a buscar el cuaderno de visitas del hostal.
—Lea —le dice entregándole el cuaderno abierto por la mitad.
Es el mismo mensaje que ya nos había hecho leer a la fotógrafa y a mí el segundo día que amanecimos en Aicuña: las palabras de despedida de Carlo Brero, un italiano de ochenta años que el 28 de septiembre del 2006 cogió el cuaderno de visitas de La Casa y anotó: “Vine a este pueblo a buscar genes de albinos y me encontré con la alegría de quando era joven”.
La carta de despedida del señor Brero, escrita con una caligrafía temblorosa y casi sin faltas de ortografía en castellano, ocupa una página completa. Antes de su firma, se lee: “Me siento contento íntimamente y se me ocurre que es por lo que aquí se vive: niños contentos, personas simples, serenas y afables. Se ve amor en el marco de una naturaleza sin estridencias”.
Fuente: Infobae